sábado, 17 de mayo de 2025

Necropolitica Achille Mbembe

 Violencia, racismo y el control de la muerte como forma de poder.


Achille Mbembe nos invita a reflexionar sobre una de las caras más duras y violentas del poder: la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir. A diferencia de otros autores, como Michel Foucault, que hablaban sobre cómo los gobiernos modernos se enfocan en cuidar, controlar y hacer más productiva la vida de las personas (lo que Foucault llamó biopolítica), Mbembe propone mirar hacia otro lado del poder, uno que muchas veces se oculta o se normaliza. Según él, en muchos lugares del mundo el poder no se dedica tanto a proteger la vida, sino a administrar la muerte, a decidir qué cuerpos pueden ser descartados, ignorados o eliminados. Esta forma de ejercer el poder, que él llama necropolítica, nos hace pensar en cómo ciertas poblaciones son tratadas como si no valieran, como si su existencia no importara. Con esta propuesta, Mbembe nos lanza una pregunta incómoda pero necesaria: ¿cómo seguimos permitiendo que existan formas de poder que se basan en la exclusión, el abandono y la violencia? 

Lo primero que Mbembe hace es cuestionar la idea de que vivimos en un mundo donde el Estado moderno se dedica a proteger la vida de sus ciudadanos. Si bien esta es la imagen que normalmente tenemos del Estado —como una especie de padre que cuida y organiza la sociedad—, él nos muestra que esta imagen es incompleta e incluso falsa en muchos contextos. En realidad, hay millones de personas en el mundo que no son protegidas por ningún Estado, que viven bajo amenaza constante, y que incluso están expuestas a la posibilidad real y cotidiana de la muerte. En lugar de un poder que cuida, hay un poder que mata, que permite morir, o que simplemente se desentiende. Mbembe llama a esto necropolítica: el poder sobre la muerte, o más específicamente, el poder de decidir sobre la muerte de los otros. No se trata solo de matar físicamente, sino también de exponer a ciertos grupos a la violencia, a la pobreza extrema, a las guerras interminables, a las enfermedades sin tratamiento, a la represión policial o al abandono institucional.

Una de las ideas más impactantes que desarrolla Mbembe es que este tipo de poder no es una excepción, sino algo muy presente en la historia y en el mundo actual. De hecho, él sostiene que el colonialismo fue una de las formas más puras de necropolítica. Durante la colonización, las potencias europeas dominaron enormes territorios en África, Asia y América Latina, y lo hicieron no solo imponiendo sus sistemas económicos y culturales, sino también estableciendo un poder que decidía sin titubeos quién merecía vivir y quién podía morir. Los pueblos colonizados eran considerados inferiores, no completamente humanos, y por tanto sus vidas eran vistas como sacrificables. La violencia colonial no era un accidente, sino una forma organizada de control: las matanzas, las torturas, el trabajo forzado, la explotación brutal, las desapariciones y el despojo de tierras no eran errores del sistema, sino el sistema mismo.

En este sentido, el racismo ocupa un lugar central en la necropolítica. Mbembe muestra cómo el racismo ha sido históricamente una herramienta para justificar la eliminación o el abandono de ciertos grupos. En nombre de la civilización, del progreso o de la seguridad, se ha negado la humanidad de millones de personas, y con ello se ha legitimado su exclusión o eliminación. Esto se ve tanto en el pasado colonial como en el presente, cuando las vidas de las personas negras, migrantes, indígenas, pobres o marginadas siguen siendo tratadas como menos valiosas. Por ejemplo, en muchos países los barrios pobres o racializados son constantemente intervenidos por la policía o por el ejército, sus habitantes son criminalizados, y la violencia estatal se vuelve una rutina. Las cárceles están llenas de personas de ciertas clases y colores, y en las fronteras de Europa o Estados Unidos mueren cada año miles de migrantes que intentan cruzar buscando una vida mejor. Todo esto muestra que el poder sigue operando mediante la selección de vidas que merecen ser protegidas y vidas que pueden ser descartadas.

Mbembe también se detiene en analizar cómo estos espacios donde el poder mata o abandona se materializan en territorios específicos. Habla de las “zonas de muerte”, que son lugares donde la vida humana pierde su valor político. En estos espacios, la ley no funciona o funciona de una manera perversa, y los cuerpos están totalmente expuestos a la violencia. Ejemplos de esto pueden ser los territorios ocupados como Palestina, las favelas militarizadas de Brasil, los campos de refugiados, las prisiones masificadas, los barrios bajo estado de excepción o incluso los hospitales colapsados donde las personas pobres mueren por falta de atención. Lo que tienen en común estos lugares es que son tratados como zonas donde todo vale, donde matar o dejar morir no provoca escándalo, donde el sufrimiento se vuelve normal.

El cuerpo es otro tema fundamental en este análisis. Para Mbembe, el cuerpo es el lugar donde se inscribe el poder necropolítico. No se trata solo de matar a una persona, sino de dominar su cuerpo, de hacerlo sufrir, de exponerlo al dolor o a la destrucción. En muchos casos, el cuerpo se convierte en el campo de batalla donde se disputa la soberanía. En las guerras, los cuerpos son mutilados, violados, marcados. En las prisiones, se los encierra, se los priva de movimiento, se los somete a rutinas de castigo. En los contextos de represión, los cuerpos son golpeados, gaseados, humillados. Todo esto no es un efecto secundario del poder, sino parte de su lógica: dominar el cuerpo es dominar a la persona. Por eso, la necropolítica no es solo la política de matar, sino también la política de hacer sufrir, de castigar, de convertir el cuerpo en un objeto sin valor.

Otro punto interesante que plantea Mbembe es que la necropolítica no depende solamente del Estado. En muchos casos, son actores privados los que ejercen este poder de muerte. Por ejemplo, empresas multinacionales que extraen recursos en zonas de conflicto y financian a grupos armados, organizaciones criminales que controlan territorios y eliminan a sus enemigos, o incluso grupos paramilitares que funcionan con el apoyo o la tolerancia del Estado. A esto le llama “gobierno privado indirecto”, es decir, formas de control y violencia que no se ejercen directamente desde el Estado, pero que están conectadas con él o que operan gracias a su ausencia. De esta manera, la necropolítica se descentraliza, se vuelve más difusa, pero no por eso menos real o menos violenta. El resultado es un mundo donde hay múltiples formas de poder que deciden sobre la vida y la muerte, y donde muchas veces no se sabe con claridad quién tiene la responsabilidad de lo que ocurre.

El libro de Mbembe no es simplemente una crítica teórica. Tiene una intención política y ética muy clara: mostrarnos que no todas las vidas son tratadas de la misma forma, y que debemos cuestionar esa desigualdad radical. No basta con hablar de derechos humanos o de igualdad formal si en la práctica hay personas que viven como si ya estuvieran muertas, personas que no tienen acceso a lo básico para vivir con dignidad, que son perseguidas, abandonadas o asesinadas sin que eso provoque ninguna reacción. La necropolítica es una llamada de atención sobre la crueldad estructural que persiste en nuestras sociedades, una invitación a mirar donde no queremos mirar, a escuchar las voces que normalmente se silencian, a reconocer que el poder sigue produciendo muerte y sufrimiento de manera sistemática.

Aunque el libro puede parecer duro o pesimista, también tiene un valor esperanzador. Porque al nombrar la necropolítica, Mbembe nos da herramientas para combatirla. Nos muestra que el poder no es natural, que las jerarquías de vida y muerte no son inevitables, y que hay una responsabilidad colectiva en transformar esas estructuras. Pensar la necropolítica no significa resignarse a ella, sino empezar a imaginar otras formas de vida, otras formas de comunidad, donde nadie sea considerado desechable. Nos obliga a repensar el poder desde su lado más oscuro, pero también más real. Nos muestra que la violencia no ha desaparecido en el mundo moderno, sino que se ha sofisticado, se ha desplazado y se ha normalizado. Nos invita a abrir los ojos ante las vidas que se pierden todos los días por decisiones políticas, económicas o ideológicas. Y sobre todo, nos llama a construir un mundo donde el derecho a la vida no sea un privilegio de unos pocos, sino una garantía para todos.


sábado, 10 de mayo de 2025

Una espistemología del Sur

Una espistemología del Sur

El libro plantea que en lugar de seguir viendo a la ciencia moderna como la única forma válida de saber, Boaventura de Sousa Santos plantea la necesidad urgente de reconocer otras formas de conocimiento, especialmente aquellas que han sido silenciadas o descartadas por el pensamiento dominante. Esta propuesta no surge de la nada, sino como respuesta a un contexto histórico marcado por la desigualdad global y la exclusión sistemática de pueblos, prácticas y saberes.

Aunque la obra de Santos empezó a circular en América Latina más tarde que en otros contextos, su impacto ha ido creciendo, sobre todo en espacios académicos donde se busca ir más allá de los marcos tradicionales de pensamiento. La publicación en México, editada por José Guadalupe Gandarilla Salgado, ayudó a ampliar ese alcance al reunir textos esenciales como Un discurso sobre las ciencias y Hacia una sociología de las ausencias y una sociología de las emergencias. Estos textos permiten conocer más a fondo su pensamiento, que combina elementos de sociología, derecho, epistemología y crítica social.

El punto de partida del libro es claro y potente: no puede haber justicia social global sin justicia cognitiva global. Esta frase resume una crítica profunda a los efectos del colonialismo, el capitalismo y la ciencia moderna, los cuales no solo han oprimido y explotado a pueblos y culturas, sino que también han negado el valor de sus conocimientos. A este fenómeno Santos lo llama epistemicidio, es decir, la eliminación de saberes no reconocidos por el canon occidental.

Frente a esto, la epistemología del Sur se presenta como una alternativa que busca visibilizar, valorar y articular esos saberes excluidos. No se trata solo de rescatar tradiciones del pasado, sino también de crear nuevas formas de conocer que nos permitan pensar alternativas reales al modelo dominante. En este camino, Santos propone una herramienta clave: la ecología de saberes, una idea que plantea que ningún conocimiento lo explica todo por sí solo, y que por eso necesitamos combinar distintas formas de saber para comprender y transformar la realidad.

Esta propuesta surge en un momento en que el paradigma moderno de la ciencia muestra signos claros de crisis. La confianza absoluta en la razón, la separación entre sujeto y objeto, la obsesión por cuantificarlo todo, y la idea de que la naturaleza es algo pasivo que debe ser dominado, ya no son suficientes para dar cuenta de la complejidad del mundo actual. Santos retoma ideas como las de Rousseau, quien se preguntaba si la ciencia nos hace más felices o más virtuosos, y concluye que, aunque esas preguntas siguen siendo válidas, las respuestas hoy son mucho más difíciles.

Uno de los problemas centrales de la ciencia moderna es que ha reducido la riqueza de lo real a lo medible, perdiendo de vista otros aspectos cualitativos importantes. Al intentar explicar el mundo dividiéndolo en partes, muchas veces termina distorsionándolo. Por eso, Santos apuesta por un nuevo paradigma emergente, uno que rompa con las dicotomías tradicionales, como la de ciencias naturales vs. ciencias sociales, y que acerque el conocimiento científico a otras formas de creación, como el arte o la literatura. En este nuevo paradigma, el conocimiento deja de ser algo frío y técnico para convertirse en algo práctico, útil, cercano a la vida cotidiana y a las luchas sociales.

Una parte clave de esta transformación es la crítica a lo que Santos llama la "razón indolente", una forma de pensar que parece racional pero que en realidad sirve para justificar la ignorancia, la arrogancia y la parálisis frente a la realidad. Esta razón impide ver lo que ya existe como experiencia y saber válido, y genera un gran "desperdicio de la experiencia". Para contrarrestarla, Santos propone una razón cosmopolita, capaz de reconocer la diversidad de saberes y de expandir el presente para aprender del Sur global.

En este contexto, la sociología de las ausencias y la sociología de las emergencias se vuelven herramientas fundamentales. La primera se encarga de mostrar qué conocimientos han sido negados o invisibilizados y por qué. La segunda busca reconocer lo que está naciendo, lo que todavía no existe del todo pero podría llegar a ser. Ambas se complementan con lo que Santos llama el trabajo de traducción, que no es solo un puente técnico entre saberes distintos, sino un proceso político, intelectual y emocional. La traducción busca crear espacios de diálogo entre conocimientos hegemónicos y no hegemónicos, sin que uno anule al otro. No se trata de imponer, sino de crear zonas de contacto, donde los saberes puedan encontrarse y transformarse mutuamente.

Ahora bien, para entender por qué necesitamos todo esto, Santos nos invita a pensar en el "pensamiento abismal", una lógica que ha dividido el mundo entre "este lado de la línea" (el mundo metropolitano, moderno) y "el otro lado" (el mundo colonial, atrasado, violento). Esta división no es solo geográfica, sino también epistémica: de un lado se valora el conocimiento, del otro se lo niega. Lo grave es que esta lógica sigue operando hoy, incluso dentro de los países "modernos". Por eso, Santos insiste en que necesitamos un pensamiento postabismal, capaz de superar esa división y de reconocer que todos los saberes pueden coexistir en el mismo presente.

Este pensamiento postabismal debe ser ecológico, no solo porque combina distintos saberes, sino porque valora también lo emergente, lo frágil, lo que está por nacer. Se trata de cambiar la manera en que entendemos el conocimiento: no como poder sobre el mundo, sino como una forma de vivir mejor, de convivir, de actuar con sabiduría y prudencia. Esto exige una vigilancia constante sobre nuestras propias formas de conocer, un ejercicio de autorreflexión.

En este camino, Santos recupera la idea de "Nuestra América" de José Martí, quien ya en el siglo XIX llamaba a pensar desde nuestras realidades y no desde modelos impuestos. Lo mismo hace Oswaldo de Andrade en su Manifiesto Antropófago, al proponer que América no tiene que copiar, sino devorar lo extranjero y transformarlo. Sin embargo, muchas veces nuestras universidades siguen atrapadas en una lógica de dependencia, donde se busca la validación del pensamiento metropolitano. Frente a esto, Santos propone una nueva cultura política que surja desde abajo, desde las experiencias del pueblo, y que apueste por un cosmopolitismo situado, donde la identidad no sea ni cerrada ni sumisa, sino crítica y en construcción.

También hay un diálogo interesante con el poscolonialismo, aunque Santos marca sus diferencias. Mientras algunos enfoques posmodernos celebran la diversidad sin cuestionar las estructuras de poder, él defiende un posmodernismo de oposición, comprometido con la transformación social. En el caso del colonialismo portugués, por ejemplo, propone pensar en un poscolonialismo situado, que reconozca su ambigüedad e hibridación, sin dejar de lado el análisis crítico. Esto implica abandonar la idea de una sola narrativa de emancipación y abrirnos a muchas historias posibles, guiadas por principios éticos y políticos.

En definitiva, Una epistemología del sur no es solo un libro sobre el conocimiento. Es un llamado a transformar la forma en que pensamos, enseñamos, aprendemos y actuamos. Nos recuerda que detrás de cada exclusión social hay también una exclusión cognitiva, y que no podemos cambiar el mundo si no cambiamos también la forma en que lo conocemos. La propuesta de Santos combina teoría crítica, compromiso político y esperanza. Su apuesta por el interconocimiento, por el diálogo entre saberes, por un cosmopolitismo desde abajo y por una justicia cognitiva global, nos da pistas para imaginar un futuro distinto, más justo, más humano y más solidario.


sábado, 3 de mayo de 2025

TECNOFEUDALISMO El sigiloso sucesor del capitalismo

 El Nuevo Rostro del Poder


Yanis Varoufakis plantea una idea bastante fuerte y hasta cuestionable: el capitalismo, tal como lo conocíamos, ya no existe. Según él, fue reemplazado por algo completamente nuevo que llama tecnofeudalismo. Este cambio no es simplemente una nueva fase del capitalismo, sino un giro profundo en la forma en que funciona nuestra economía, impulsado por el avance de la tecnología en las últimas décadas y por las decisiones que tomaron los gobiernos y los bancos después de la crisis del 2008. Para Varoufakis, aunque hoy todo parezca difícil de entender, lo primero que tenemos que hacer es reconocer este nuevo sistema para poder imaginar cómo cambiarlo. Lo interesante es que el libro no es solo una explicación técnica; está escrito como una especie de carta a su padre, donde mezcla recuerdos personales con reflexiones sobre economía, política y tecnología, lo que lo hace más cercano y hasta emotivo.


Para explicar cómo surgió el tecnofeudalismo, Varoufakis recuerda una enseñanza de su padre sobre la doble cara de las cosas. Cuando era niño, su padre le explicó cómo el hierro blando puede convertirse en acero resistente si se enfría en agua, lo que permitió fabricar mejores herramientas, aumentar la producción agrícola y dar paso al nacimiento de la civilización. Esta idea de que la tecnología puede cambiar la sociedad es central en el libro. Pero también aprendió que la tecnología tiene dos lados: puede servir para liberar o para oprimir. Al igual que la luz, que puede comportarse como partícula y como onda, la sociedad también tiene esta dualidad. Y depende de nuestras decisiones políticas si termina dominando el lado liberador o el lado que oprime.


Esta mirada de lo "doble" también aparece en cómo Varoufakis entiende la economía. De su madre aprendió que el trabajo también tiene dos lados. Por un lado está el trabajo que se paga por horas o por resultados concretos. Por otro lado, está el trabajo creativo y emocional, lo que uno pone de sí mismo cuando hace algo con pasión o inspiración. Esta parte no se puede comprar directamente. Según Varoufakis, los capitalistas ganan dinero gracias a esa diferencia: pagan por el trabajo medible, pero se quedan con el valor adicional que aporta la parte creativa del trabajador. En esa diferencia está la ganancia del capitalista.


Lo mismo pasa con el dinero, que también tiene dos caras. No solo es un medio para comprar cosas, sino que también representa nuestra capacidad como sociedad para organizarnos y hacer cosas juntos. Pero después de la crisis de 2008, ese dinero se volvió “tóxico”. Los bancos centrales inyectaron enormes cantidades de dinero para rescatar al sistema financiero —algo que Varoufakis llama "socialismo para los banqueros"—, pero ese dinero no fue a parar a la economía real, sino a la compra de acciones, tierras, arte, bienes de lujo y criptomonedas. Mientras tanto, para la mayoría de la gente, vino la austeridad. En ese contexto, lo único que creció fue una nueva forma de capital: el capital en la nube.


Este capital en la nube no es solo tecnología avanzada, sino una forma de poder económico muy fuerte. Ejemplos como Alexa o el asistente de Google muestran cómo funciona. Estos dispositivos no solo hacen lo que les pedimos; también nos entrenan. Cuando interactuamos con ellos, damos datos que mejoran sus algoritmos. Luego, esos algoritmos nos influencian, guiando lo que deseamos o consumimos, siempre en beneficio de las grandes empresas que los controlan. Este es el nuevo poder: el capital algorítmico basado en la nube.


Pero para que esto fuera posible, antes tuvo que pasar algo: el robo de los bienes comunes digitales. Al principio, internet era un espacio libre, sin dueños, basado en la colaboración. Sin embargo, con el tiempo, las grandes empresas comenzaron a “cercar” ese espacio común, como se hizo con las tierras comunales en Inglaterra en el siglo XVIII. Hoy, nuestra identidad digital está repartida entre muchas empresas privadas (como Google, Apple, Meta, Spotify, bancos), y para usar sus servicios tenemos que aceptar sus condiciones. Así, perdemos control sobre nuestra información, atención y decisiones.


En este nuevo sistema, la frontera entre trabajo y vida personal desaparece. Especialmente para los jóvenes, mantener una identidad en redes ya no es una opción, sino una necesidad. Esa gestión constante de la imagen personal es una forma de trabajo no pagado. Nuestra atención se convierte en mercancía. El capital en la nube ya no solo quiere vendernos cosas, sino que nos hace trabajar gratis para él: cada vez que compartimos una foto, una opinión o un dato, estamos generando valor que se queda la empresa. Por eso, Varoufakis nos llama “siervos de la nube”, y a los dueños del capital en la nube, “nubelistas”. Aunque lo hagamos por gusto, el resultado es el mismo que en el feudalismo: trabajamos sin salario para enriquecer al señor.


La gran diferencia entre el capitalismo tradicional y el tecnofeudalismo está en el modo de ganar dinero. En el capitalismo, el objetivo era obtener beneficios produciendo más o mejor que la competencia. Esto impulsaba el progreso y la inversión. Pero en el tecnofeudalismo, los nubelistas ya no compiten así. Ellos ganan cobrando rentas. Por ejemplo, un vendedor en Amazon tiene que pagarle a la empresa por el acceso a sus clientes. Amazon controla lo que se vende, cómo se presenta y quién lo ve, como si fuera un señor feudal dueño del terreno. Y también nos cobran a nosotros, los usuarios, al monetizar nuestra atención y nuestros datos. Así que ya no estamos en un capitalismo ineficiente, sino en algo más grave: un sistema nuevo basado en rentas y control digital.


Por eso, Varoufakis elige llamarlo “tecnofeudalismo”, y no “hipercapitalismo” o “capitalismo de plataformas”. Para él, es un sistema completamente nuevo. El capitalismo no está muriendo por una revolución proletaria, como pensaba Marx, sino por su propia creación: los nubelistas. Este nuevo sistema lleva la explotación a otro nivel, controlando nuestros comportamientos, nuestra atención e incluso nuestra identidad.


El impacto global del tecnofeudalismo también se ve en la nueva guerra fría entre Estados Unidos y China. Las restricciones tecnológicas impuestas por EE.UU. llevaron a China a desarrollar su propio sistema de capital en la nube. Así, en lugar de haber un mercado mundial interconectado, ahora hay una competencia entre grandes plataformas tecnológicas nacionales, cada una con su propia red de usuarios controlados.


En este nuevo orden, el “individuo liberal”, con una vida privada separada del trabajo, ha dejado de existir. El capital en la nube fragmenta a las personas en datos que luego se venden y manipulan con algoritmos. Esto genera una sensación de pérdida de control sobre uno mismo, falta de concentración y desorientación. Intentar resistir desconectándose o pagando en efectivo no alcanza. Las soluciones individuales no bastan.


Para escapar del tecnofeudalismo, Varoufakis dice que hace falta actuar colectivamente. Las criptomonedas no son la solución, porque muchas veces terminan siendo solo otro activo especulativo dentro del mismo sistema. La izquierda necesita algo más que críticas: necesita un proyecto nuevo. Varoufakis propone una alternativa que llama “tecnodemocracia” o “anarcosindicalismo digital”. En este modelo, las empresas serían propiedad de los trabajadores, que controlarían de forma democrática los algoritmos y el capital en la nube. Los servicios digitales dejarían de financiarse con publicidad (vendiendo atención) y pasarían a funcionar con micropagos y con un dividendo básico universal. Además, los datos personales solo podrían venderse con consentimiento y estarían protegidos por una Carta de Derechos Digitales. La vivienda y la tierra se gestionarían desde los municipios, usando el alquiler comercial para financiar vivienda social. Todo se organizaría mediante asambleas ciudadanas.


Para lograr este cambio, se necesita una gran alianza, más allá del proletariado tradicional. Debe incluir a los “siervos de la nube” (los usuarios) y a los “capitalistas vasallos” (desarrolladores, vendedores, etc.) que trabajan dentro de las plataformas. Ejemplos como la campaña #MakeAmazonPay, que busca coordinar boicots y huelgas contra Amazon, muestran cómo se puede usar la misma nube para resistir.


En conclusión, Varoufakis argumenta que el capitalismo ya no domina, y ha sido reemplazado por el tecnofeudalismo, donde los nubelistas extraen riqueza no produciendo, sino controlando el comportamiento y cobrando rentas a los usuarios y pequeños productores. Este sistema debilita nuestra autonomía y cambia la forma en que vivimos y trabajamos. Pero también abre la posibilidad de una nueva forma de organización social, si logramos actuar juntos. Aunque no hay garantías, el autor termina con un mensaje de esperanza y resistencia, inspirado en la fuerza de voluntad de su padre.


Relación entre la psicología y la comunicación

  Relación entre la psicología y la comunicación LINK DEL SUSTENTO TEÓRICO https://docs.google.com/document/d/1wUbuV5XwUxr8lr_s-GLJyYDMrjURt...