Violencia, racismo y el control de la muerte como forma de poder.
Achille Mbembe nos invita a reflexionar sobre una de las caras más duras y violentas del poder: la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir. A diferencia de otros autores, como Michel Foucault, que hablaban sobre cómo los gobiernos modernos se enfocan en cuidar, controlar y hacer más productiva la vida de las personas (lo que Foucault llamó biopolítica), Mbembe propone mirar hacia otro lado del poder, uno que muchas veces se oculta o se normaliza. Según él, en muchos lugares del mundo el poder no se dedica tanto a proteger la vida, sino a administrar la muerte, a decidir qué cuerpos pueden ser descartados, ignorados o eliminados. Esta forma de ejercer el poder, que él llama necropolítica, nos hace pensar en cómo ciertas poblaciones son tratadas como si no valieran, como si su existencia no importara. Con esta propuesta, Mbembe nos lanza una pregunta incómoda pero necesaria: ¿cómo seguimos permitiendo que existan formas de poder que se basan en la exclusión, el abandono y la violencia?
Lo primero que Mbembe hace es cuestionar la idea de que vivimos en un mundo donde el Estado moderno se dedica a proteger la vida de sus ciudadanos. Si bien esta es la imagen que normalmente tenemos del Estado —como una especie de padre que cuida y organiza la sociedad—, él nos muestra que esta imagen es incompleta e incluso falsa en muchos contextos. En realidad, hay millones de personas en el mundo que no son protegidas por ningún Estado, que viven bajo amenaza constante, y que incluso están expuestas a la posibilidad real y cotidiana de la muerte. En lugar de un poder que cuida, hay un poder que mata, que permite morir, o que simplemente se desentiende. Mbembe llama a esto necropolítica: el poder sobre la muerte, o más específicamente, el poder de decidir sobre la muerte de los otros. No se trata solo de matar físicamente, sino también de exponer a ciertos grupos a la violencia, a la pobreza extrema, a las guerras interminables, a las enfermedades sin tratamiento, a la represión policial o al abandono institucional.
Una de las ideas más impactantes que desarrolla Mbembe es que este tipo de poder no es una excepción, sino algo muy presente en la historia y en el mundo actual. De hecho, él sostiene que el colonialismo fue una de las formas más puras de necropolítica. Durante la colonización, las potencias europeas dominaron enormes territorios en África, Asia y América Latina, y lo hicieron no solo imponiendo sus sistemas económicos y culturales, sino también estableciendo un poder que decidía sin titubeos quién merecía vivir y quién podía morir. Los pueblos colonizados eran considerados inferiores, no completamente humanos, y por tanto sus vidas eran vistas como sacrificables. La violencia colonial no era un accidente, sino una forma organizada de control: las matanzas, las torturas, el trabajo forzado, la explotación brutal, las desapariciones y el despojo de tierras no eran errores del sistema, sino el sistema mismo.
En este sentido, el racismo ocupa un lugar central en la necropolítica. Mbembe muestra cómo el racismo ha sido históricamente una herramienta para justificar la eliminación o el abandono de ciertos grupos. En nombre de la civilización, del progreso o de la seguridad, se ha negado la humanidad de millones de personas, y con ello se ha legitimado su exclusión o eliminación. Esto se ve tanto en el pasado colonial como en el presente, cuando las vidas de las personas negras, migrantes, indígenas, pobres o marginadas siguen siendo tratadas como menos valiosas. Por ejemplo, en muchos países los barrios pobres o racializados son constantemente intervenidos por la policía o por el ejército, sus habitantes son criminalizados, y la violencia estatal se vuelve una rutina. Las cárceles están llenas de personas de ciertas clases y colores, y en las fronteras de Europa o Estados Unidos mueren cada año miles de migrantes que intentan cruzar buscando una vida mejor. Todo esto muestra que el poder sigue operando mediante la selección de vidas que merecen ser protegidas y vidas que pueden ser descartadas.
Mbembe también se detiene en analizar cómo estos espacios donde el poder mata o abandona se materializan en territorios específicos. Habla de las “zonas de muerte”, que son lugares donde la vida humana pierde su valor político. En estos espacios, la ley no funciona o funciona de una manera perversa, y los cuerpos están totalmente expuestos a la violencia. Ejemplos de esto pueden ser los territorios ocupados como Palestina, las favelas militarizadas de Brasil, los campos de refugiados, las prisiones masificadas, los barrios bajo estado de excepción o incluso los hospitales colapsados donde las personas pobres mueren por falta de atención. Lo que tienen en común estos lugares es que son tratados como zonas donde todo vale, donde matar o dejar morir no provoca escándalo, donde el sufrimiento se vuelve normal.
El cuerpo es otro tema fundamental en este análisis. Para Mbembe, el cuerpo es el lugar donde se inscribe el poder necropolítico. No se trata solo de matar a una persona, sino de dominar su cuerpo, de hacerlo sufrir, de exponerlo al dolor o a la destrucción. En muchos casos, el cuerpo se convierte en el campo de batalla donde se disputa la soberanía. En las guerras, los cuerpos son mutilados, violados, marcados. En las prisiones, se los encierra, se los priva de movimiento, se los somete a rutinas de castigo. En los contextos de represión, los cuerpos son golpeados, gaseados, humillados. Todo esto no es un efecto secundario del poder, sino parte de su lógica: dominar el cuerpo es dominar a la persona. Por eso, la necropolítica no es solo la política de matar, sino también la política de hacer sufrir, de castigar, de convertir el cuerpo en un objeto sin valor.
Otro punto interesante que plantea Mbembe es que la necropolítica no depende solamente del Estado. En muchos casos, son actores privados los que ejercen este poder de muerte. Por ejemplo, empresas multinacionales que extraen recursos en zonas de conflicto y financian a grupos armados, organizaciones criminales que controlan territorios y eliminan a sus enemigos, o incluso grupos paramilitares que funcionan con el apoyo o la tolerancia del Estado. A esto le llama “gobierno privado indirecto”, es decir, formas de control y violencia que no se ejercen directamente desde el Estado, pero que están conectadas con él o que operan gracias a su ausencia. De esta manera, la necropolítica se descentraliza, se vuelve más difusa, pero no por eso menos real o menos violenta. El resultado es un mundo donde hay múltiples formas de poder que deciden sobre la vida y la muerte, y donde muchas veces no se sabe con claridad quién tiene la responsabilidad de lo que ocurre.
El libro de Mbembe no es simplemente una crítica teórica. Tiene una intención política y ética muy clara: mostrarnos que no todas las vidas son tratadas de la misma forma, y que debemos cuestionar esa desigualdad radical. No basta con hablar de derechos humanos o de igualdad formal si en la práctica hay personas que viven como si ya estuvieran muertas, personas que no tienen acceso a lo básico para vivir con dignidad, que son perseguidas, abandonadas o asesinadas sin que eso provoque ninguna reacción. La necropolítica es una llamada de atención sobre la crueldad estructural que persiste en nuestras sociedades, una invitación a mirar donde no queremos mirar, a escuchar las voces que normalmente se silencian, a reconocer que el poder sigue produciendo muerte y sufrimiento de manera sistemática.
Aunque el libro puede parecer duro o pesimista, también tiene un valor esperanzador. Porque al nombrar la necropolítica, Mbembe nos da herramientas para combatirla. Nos muestra que el poder no es natural, que las jerarquías de vida y muerte no son inevitables, y que hay una responsabilidad colectiva en transformar esas estructuras. Pensar la necropolítica no significa resignarse a ella, sino empezar a imaginar otras formas de vida, otras formas de comunidad, donde nadie sea considerado desechable. Nos obliga a repensar el poder desde su lado más oscuro, pero también más real. Nos muestra que la violencia no ha desaparecido en el mundo moderno, sino que se ha sofisticado, se ha desplazado y se ha normalizado. Nos invita a abrir los ojos ante las vidas que se pierden todos los días por decisiones políticas, económicas o ideológicas. Y sobre todo, nos llama a construir un mundo donde el derecho a la vida no sea un privilegio de unos pocos, sino una garantía para todos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario