martes, 1 de julio de 2025

Liderazgo, desindividuación y pensamiento grupal.

 Influencia en el grupo

Matanza en las cárceles del Litoral


La cárcel del Litoral en Guayaquil se ha convertido en el lugar de uno de los conflictos penitenciarios más violentos en América Latina. Desde 2021, esta prisión, la más grande del país, ha visto más de 500 muertes, resultado de las repetidas masacres que se han dado debido a la lucha entre los traficantes de drogas que trabajan desde las cárceles. Entre estos tenemos grupos como los Choneros, Lobos, Tiguerones principalmente, los cuales han generado conflictos sobre la gestión del comercio de drogas, la extorsión y las ventas exclusivas de alimentos dentro de la prisión.

En septiembre de 2021, ocurrió una terrible masacre donde 119 prisioneros murieron en un día, y muchos fueron asesinados, incinerados o cortados. El asesinato, visto como el más violento en la historia del sistema de cárceles de Ecuador, mostró la falta de control que ha tenido el gobierno sobre las cárceles. Siendo uno de los conflictos que ha perdurado hasta el día de hoy. Otro evento similar ocurrió en noviembre de 2023, donde otra ejecución resultó en 17 prisioneros muertos, con varios de ellos decapitados y desmembrados, en lo que se consideró un equilibrio de poder entre las bandas enemigas.

Incluso con las fuerzas armadas involucradas y las declaraciones públicas de "castigo estricto", las agresiones en las cárceles siguen aumentando. Los grupos, en lugar de desaparecer, se han dividido en facciones más pequeñas pero igualmente agresivas, lo que hace más complicado su dominio. Además, estos grupos se han encontrado dentro de las fuerzas de seguridad, con informes de guardias deshonestos que ayudan a contrabandear armas y drogas por dinero.

Las cárceles en el Ecuador se han mantenido como centros de delitos, donde los prisioneros viven bajo el control de los narcotraficantes y donde las masacres se han vuelto casi repetitivas sin cambiar el sistema de la prisión y sin luchar contra la corrupción que ha dejado que el crimen organizado tome el control, por lo que la prisión costera podría seguir aumentando las muertes en el futuro.

Entre las características que nos ayudan a explicar cómo se da la influencia en el grupo se encuentra aquella que busca explicar cómo un individuo es capaz de guiar a un grupo de personas con el fin de alcanzar un objetivo, a esta característica que poseen ciertas personas la llamamos liderazgo. En el contexto de las masacres carcelarias en Ecuador, se  refleja la decisión de quienes han tomado el liderazgo de cada una de las bandas narcotraficantes. Grupos como Los Choneros o Los Lobos operan bajo estructuras jerárquicas rígidas, donde los cabecillas imponen su autoridad mediante violencia extrema. Este liderazgo no solo mantiene el control interno, sino que también influye en la conducta grupal: los demás miembros, en busca de protección o estatus, continúan realizando actos brutales para demostrar lealtad. Esta lealtad absoluta a sus líderes explica la razón por la cuál los reclusos participan en estas  masacres, sin importarles su vida ni la de los demás presos. 

Dentro de la influencia grupal, nos topamos con la desindividuación, aquel proceso por el cuál el individuo va perdiendo o dejando de lado su identidad propia y se adapta a la del grupo al cuál pertenece. Podemos observar este proceso de desindividuación en la mayoría de los grupos criminales y en los reclusorios, es evidente cómo los sujetos que forman parte de estas organizaciones maliciosas pierden su sentido de responsabilidad individual. Esto lo podemos ver manifestado en el tipo de crímenes que cometen estos grupos, tanto dentro de la cárcel como por fuera, donde los agresores actúan con total impunidad gracias a la protección que le brinda su grupo. Toda esta cadena de hechos vandálicos hace que quienes forman parte de él se sientan en un entorno donde cualquier comportamiento vale, perdiendo su identidad e incorporándose a la identidad del grupo donde llegan a deshumanizarse a sí mismos y a las victimas de sus crímenes, siendo de esta forma como la violencia se normaliza para ellos hasta convertirse en un ritual de pertenencia.  

En cuanto al pensamiento grupal, lo podríamos tomar como aquel fenómeno que se encarga de que todos las personas que conforman el grupo lleguen a un consenso y lograr mantener la cohesión entre ellos. Las bandas desarrollan un pensamiento grupal que justifica la violencia como única forma de supervivencia y cómo medio para conseguir lo que desean; el poder. Cualquier acto que parezca mostrar desacuerdo o que muestre debilidad puede ser interpretada como traición por parte de los demás miembros del grupo, lo que lleva a decisiones extremas como las matanzas. Este fenómeno se ve agravado por el aislamiento carcelario y la desconfianza hacia autoridades externas. La narrativa grupal distorsiona la percepción de riesgo: aunque las represalias estatales o rivales sean inevitables, las consignas como "matar o morir" rigen el pensamiento del grupo. Donde la presión por la cohesión grupal suprime el razonamiento crítico individual.  

Por último al mencionar a la memoria histórica y colectiva que poseen estos grupos, tenemos que se caracterizan por ciclos de venganza. Esto lo podemos ver reflejado a través del tiempo, en el hecho ocurrido en los reclusorios, en su mayoría  donde la violencia en las cárceles ecuatorianas se alimenta de una memoria colectiva que está constante busqueda de poder y status dentro de ese mundo marcado por masacres pasadas. Cada nuevo enfrentamientotiene la capacidad de  reactivar traumas anteriores (como la matanza de 2021 con 119 muertos), perpetuando ciclos de venganza. Las bandas usan estos eventos como herramientas de reclutamiento: los nuevos miembros asimilan discursos como "ellos mataron a los nuestros, ahora nos toca". Esta memoria, transmitida oralmente entre reclusos, refuerza identidades grupales antagónicas y dificulta cualquier intento de pacificación. Dentro los grupos criminales el Estado ha cobrado un papel pasivo ya que al no intervenir efectivamente, se convierte también en cómplice de esta narrativa de guerra perpetua. Es así que la combinación de liderazgos criminales, la desindividuación, el pensamiento grupal y memoria histórica traumática crea un escenario donde la violencia carcelaria se autoreproduce sin ninguna clase de arrepentimiento.

domingo, 1 de junio de 2025

Juan Salvador Gaviota

 Juan Salvador Gaviota

En una mañana dorada sobre el mar tranquilo, mientras el mundo de las gaviotas giraba en torno a la comida, había una que no se conformaba con eso. Su nombre era Juan Salvador, y no buscaba pan ni peces: buscaba el cielo. No porque tuviera hambre, sino porque su alma entera pedía volar. No como rutina, no como un medio, sino como un fin en sí mismo. Volar por el puro gozo de hacerlo.

Juan no era como los demás. Mientras la bandada chillaba por las sobras cerca del muelle, él se lanzaba una y otra vez desde las alturas, experimentando, cayendo, equivocándose, levantándose, desafiando todo lo que le habían dicho que debía ser una gaviota. Sus padres se preocupaban. Le pedían que comiera, que se quedara con los demás, que dejara los vuelos rasantes a los pelícanos. Pero Juan sentía dentro de sí una chispa que no podía apagar.

No fue fácil. Fracasó muchas veces. Se estrelló contra el mar, cayó en picado con violencia, sintió el dolor de no saber. En una de esas caídas, hundido en el agua y en la tristeza, creyó rendirse. Pensó que debía resignarse a ser una gaviota común. Pero en plena oscuridad, en esa noche en que ninguna gaviota vuela, algo brilló en su mente: una idea nueva. Y esa idea lo hizo levantarse, probar de nuevo. Acortó sus alas, cambió su postura, y con eso logró lo que nadie había hecho: velocidad, control, belleza. Un vuelo perfecto.

A partir de ahí, su aprendizaje fue más profundo. Comprendió que las limitaciones que creía tener no estaban en su cuerpo, sino en su mente. Y con cada descubrimiento, sentía que su mundo se abría más. Estaba emocionado. Voló con alegría de niño, sin buscar aplausos, solo porque había algo mágico en moverse por el aire con tanta libertad. Pero cuando volvió a la Bandada, esperando compartir su descubrimiento, lo que encontró fue rechazo.

Lo llamaron irresponsable, deshonroso. Lo expulsaron. Fue desterrado a los Lejanos Acantilados. Estaba solo, pero no triste. Porque en esa soledad, siguió volando. Y volando, aprendió más. Descubrió peces en lugares inesperados, dormía en el aire, volaba por la niebla como si no existiera. El cielo ya no era solo un lugar arriba: era parte de él. Y entonces, una noche, vinieron por él dos gaviotas resplandecientes. Le dijeron que era tiempo de ir más alto. Y Juan, sin miedo, se fue con ellas.

Donde llegó no era un lugar de nubes ni himnos: era otro nivel, otro mundo, donde las gaviotas volaban como él siempre soñó. Allí conoció a Rafael, a Chiang, a otros como él. Aprendió más sobre el vuelo, pero también sobre lo invisible: sobre la perfección, la libertad, el amor. Aprendió que el cielo no es un sitio, sino un estado del ser. No un destino, sino un modo de vivir, sin límites. Allí descubrió que su cuerpo no era más que pensamiento con forma de ala, y que volar como el pensamiento significaba comprender quién era en realidad.

Pero incluso con tanta maravilla, Juan no podía olvidar a las otras gaviotas. Las que se habían quedado atrás. Pensaba en ellas, en su ignorancia, en su miedo. Y se preguntaba si entre ellas habría una, al menos una, que también sintiera esa inquietud por ir más allá. Así que decidió regresar.

Volvió a los acantilados donde lo habían desterrado. Allí encontró a Pedro Pablo Gaviota, joven y furioso, también exiliado por querer volar distinto. Juan se acercó sin palabras y le ofreció lo que sabía: volar no como una habilidad, sino como una libertad. Pedro aceptó. Y así, poco a poco, se formó un grupo de aprendices. Exilados, sí. Pero con hambre de cielo.

Juan les enseñó todo. Volaban lento, rápido, con giros imposibles, descubriendo que su cuerpo respondía cuando el pensamiento se liberaba. Pero más difícil que las acrobacias era entender lo que Juan decía por las noches: que una gaviota no es solo plumas, sino una idea perfecta de libertad.

Entonces, un día, Juan anunció que era tiempo de volver a la Bandada. Sus alumnos dudaron. ¡Los habían echado! ¡Estaba prohibido! Pero Juan no creía en prohibiciones cuando lo que se busca es la verdad. Volaron todos juntos, en una formación precisa, como una sola alma hecha de ocho gaviotas. Lo que mostraron fue tan hermoso que la Bandada entera se quedó en silencio. Pero el Consejo no lo aceptó. Ordenó ignorarlos. Silencio, espalda, exilio.

Juan no discutió. Solo siguió enseñando. Y uno a uno, los curiosos fueron acercándose. Primero un joven, luego otro. Gaviotas heridas, viejas, nuevas, hambrientas no de pan, sino de sentido. Juan hablaba poco, pero cada palabra suya encendía una chispa. “La libertad decía es lo que eres. Todo lo que te limite, incluso si es una ley, debe ser dejado atrás.”

Las gaviotas escuchaban. Algunas lo idolatraban, otras lo odiaban. Lo llamaron diablo, lo llamaron dios. Él no se preocupaba. Sabía que el amor real es ver el bien en cada ser, incluso en quien lo rechaza. Seguía volando, enseñando, guiando. Hasta que llegó el día en que supo que podía irse. Porque ya no lo necesitaban. Pedro Pablo podía continuar. Él mismo había aprendido que el verdadero instructor no está afuera, sino en el interior de cada uno.

Antes de partir, Juan dejó un consejo: “No crean lo que ven con los ojos. Solo muestran límites. Miren con el entendimiento. Descubran lo que ya saben. Y encontrarán cómo volar.” Y desapareció, como se desvanecen los vientos, dejando solo un susurro, una esperanza.

Pedro se quedó. Y enseñó. Repitió las palabras, enseñó los vuelos, pero sobre todo enseñó a amar. Porque al fin lo había comprendido: no hay gaviotas especiales. Solo hay gaviotas que se atreven a mirar más allá.

sábado, 17 de mayo de 2025

Necropolitica Achille Mbembe

 Violencia, racismo y el control de la muerte como forma de poder.


Achille Mbembe nos invita a reflexionar sobre una de las caras más duras y violentas del poder: la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir. A diferencia de otros autores, como Michel Foucault, que hablaban sobre cómo los gobiernos modernos se enfocan en cuidar, controlar y hacer más productiva la vida de las personas (lo que Foucault llamó biopolítica), Mbembe propone mirar hacia otro lado del poder, uno que muchas veces se oculta o se normaliza. Según él, en muchos lugares del mundo el poder no se dedica tanto a proteger la vida, sino a administrar la muerte, a decidir qué cuerpos pueden ser descartados, ignorados o eliminados. Esta forma de ejercer el poder, que él llama necropolítica, nos hace pensar en cómo ciertas poblaciones son tratadas como si no valieran, como si su existencia no importara. Con esta propuesta, Mbembe nos lanza una pregunta incómoda pero necesaria: ¿cómo seguimos permitiendo que existan formas de poder que se basan en la exclusión, el abandono y la violencia? 

Lo primero que Mbembe hace es cuestionar la idea de que vivimos en un mundo donde el Estado moderno se dedica a proteger la vida de sus ciudadanos. Si bien esta es la imagen que normalmente tenemos del Estado —como una especie de padre que cuida y organiza la sociedad—, él nos muestra que esta imagen es incompleta e incluso falsa en muchos contextos. En realidad, hay millones de personas en el mundo que no son protegidas por ningún Estado, que viven bajo amenaza constante, y que incluso están expuestas a la posibilidad real y cotidiana de la muerte. En lugar de un poder que cuida, hay un poder que mata, que permite morir, o que simplemente se desentiende. Mbembe llama a esto necropolítica: el poder sobre la muerte, o más específicamente, el poder de decidir sobre la muerte de los otros. No se trata solo de matar físicamente, sino también de exponer a ciertos grupos a la violencia, a la pobreza extrema, a las guerras interminables, a las enfermedades sin tratamiento, a la represión policial o al abandono institucional.

Una de las ideas más impactantes que desarrolla Mbembe es que este tipo de poder no es una excepción, sino algo muy presente en la historia y en el mundo actual. De hecho, él sostiene que el colonialismo fue una de las formas más puras de necropolítica. Durante la colonización, las potencias europeas dominaron enormes territorios en África, Asia y América Latina, y lo hicieron no solo imponiendo sus sistemas económicos y culturales, sino también estableciendo un poder que decidía sin titubeos quién merecía vivir y quién podía morir. Los pueblos colonizados eran considerados inferiores, no completamente humanos, y por tanto sus vidas eran vistas como sacrificables. La violencia colonial no era un accidente, sino una forma organizada de control: las matanzas, las torturas, el trabajo forzado, la explotación brutal, las desapariciones y el despojo de tierras no eran errores del sistema, sino el sistema mismo.

En este sentido, el racismo ocupa un lugar central en la necropolítica. Mbembe muestra cómo el racismo ha sido históricamente una herramienta para justificar la eliminación o el abandono de ciertos grupos. En nombre de la civilización, del progreso o de la seguridad, se ha negado la humanidad de millones de personas, y con ello se ha legitimado su exclusión o eliminación. Esto se ve tanto en el pasado colonial como en el presente, cuando las vidas de las personas negras, migrantes, indígenas, pobres o marginadas siguen siendo tratadas como menos valiosas. Por ejemplo, en muchos países los barrios pobres o racializados son constantemente intervenidos por la policía o por el ejército, sus habitantes son criminalizados, y la violencia estatal se vuelve una rutina. Las cárceles están llenas de personas de ciertas clases y colores, y en las fronteras de Europa o Estados Unidos mueren cada año miles de migrantes que intentan cruzar buscando una vida mejor. Todo esto muestra que el poder sigue operando mediante la selección de vidas que merecen ser protegidas y vidas que pueden ser descartadas.

Mbembe también se detiene en analizar cómo estos espacios donde el poder mata o abandona se materializan en territorios específicos. Habla de las “zonas de muerte”, que son lugares donde la vida humana pierde su valor político. En estos espacios, la ley no funciona o funciona de una manera perversa, y los cuerpos están totalmente expuestos a la violencia. Ejemplos de esto pueden ser los territorios ocupados como Palestina, las favelas militarizadas de Brasil, los campos de refugiados, las prisiones masificadas, los barrios bajo estado de excepción o incluso los hospitales colapsados donde las personas pobres mueren por falta de atención. Lo que tienen en común estos lugares es que son tratados como zonas donde todo vale, donde matar o dejar morir no provoca escándalo, donde el sufrimiento se vuelve normal.

El cuerpo es otro tema fundamental en este análisis. Para Mbembe, el cuerpo es el lugar donde se inscribe el poder necropolítico. No se trata solo de matar a una persona, sino de dominar su cuerpo, de hacerlo sufrir, de exponerlo al dolor o a la destrucción. En muchos casos, el cuerpo se convierte en el campo de batalla donde se disputa la soberanía. En las guerras, los cuerpos son mutilados, violados, marcados. En las prisiones, se los encierra, se los priva de movimiento, se los somete a rutinas de castigo. En los contextos de represión, los cuerpos son golpeados, gaseados, humillados. Todo esto no es un efecto secundario del poder, sino parte de su lógica: dominar el cuerpo es dominar a la persona. Por eso, la necropolítica no es solo la política de matar, sino también la política de hacer sufrir, de castigar, de convertir el cuerpo en un objeto sin valor.

Otro punto interesante que plantea Mbembe es que la necropolítica no depende solamente del Estado. En muchos casos, son actores privados los que ejercen este poder de muerte. Por ejemplo, empresas multinacionales que extraen recursos en zonas de conflicto y financian a grupos armados, organizaciones criminales que controlan territorios y eliminan a sus enemigos, o incluso grupos paramilitares que funcionan con el apoyo o la tolerancia del Estado. A esto le llama “gobierno privado indirecto”, es decir, formas de control y violencia que no se ejercen directamente desde el Estado, pero que están conectadas con él o que operan gracias a su ausencia. De esta manera, la necropolítica se descentraliza, se vuelve más difusa, pero no por eso menos real o menos violenta. El resultado es un mundo donde hay múltiples formas de poder que deciden sobre la vida y la muerte, y donde muchas veces no se sabe con claridad quién tiene la responsabilidad de lo que ocurre.

El libro de Mbembe no es simplemente una crítica teórica. Tiene una intención política y ética muy clara: mostrarnos que no todas las vidas son tratadas de la misma forma, y que debemos cuestionar esa desigualdad radical. No basta con hablar de derechos humanos o de igualdad formal si en la práctica hay personas que viven como si ya estuvieran muertas, personas que no tienen acceso a lo básico para vivir con dignidad, que son perseguidas, abandonadas o asesinadas sin que eso provoque ninguna reacción. La necropolítica es una llamada de atención sobre la crueldad estructural que persiste en nuestras sociedades, una invitación a mirar donde no queremos mirar, a escuchar las voces que normalmente se silencian, a reconocer que el poder sigue produciendo muerte y sufrimiento de manera sistemática.

Aunque el libro puede parecer duro o pesimista, también tiene un valor esperanzador. Porque al nombrar la necropolítica, Mbembe nos da herramientas para combatirla. Nos muestra que el poder no es natural, que las jerarquías de vida y muerte no son inevitables, y que hay una responsabilidad colectiva en transformar esas estructuras. Pensar la necropolítica no significa resignarse a ella, sino empezar a imaginar otras formas de vida, otras formas de comunidad, donde nadie sea considerado desechable. Nos obliga a repensar el poder desde su lado más oscuro, pero también más real. Nos muestra que la violencia no ha desaparecido en el mundo moderno, sino que se ha sofisticado, se ha desplazado y se ha normalizado. Nos invita a abrir los ojos ante las vidas que se pierden todos los días por decisiones políticas, económicas o ideológicas. Y sobre todo, nos llama a construir un mundo donde el derecho a la vida no sea un privilegio de unos pocos, sino una garantía para todos.


Relación entre la psicología y la comunicación

  Relación entre la psicología y la comunicación LINK DEL SUSTENTO TEÓRICO https://docs.google.com/document/d/1wUbuV5XwUxr8lr_s-GLJyYDMrjURt...